martes, 1 de noviembre de 2011

Relato: Océano

Una versión anterior de este relato se posteó aquí hace algún tiempo, y sólo una parte del mismo. La versión que ahora ofrezco es la íntegra, registrada bajo mi nombre de pila.

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OCÉANO

“…lo tocan como ahora nos tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal” – Borges, “Historia del Guerrero y de la Cautiva”


I

Soy un viajero. 

No es este un apelativo que designe ocupación, sea de mis horas o, en el sentido general de la palabra, algo que me permita el sustento físico, la satisfacción de las necesidades de casa, techo o vestido, por lo que llamar a esto “ocupación” sería un uso incorrecto del vocablo. Para sobrevivir he tomado siempre trabajos temporales en cada una de las zonas que he visitado. He hecho de todo un poco en la vida gracias a esta necesidad de sustento que le impone la naturaleza al cuerpo.

Pero soy, a fin de cuentas, un viajero. Esa sería mi respuesta a la igualmente lacónica pregunta que muchos en la vida dejan de hacerse: “¿qué eres?” Pues bien, no soy ninguno de mis oficios. Y, para mí, ser viajero es más bien una vocación, mi propósito último de vivir. Desde los diecinueve años lo he sido, y nunca he vuelto a mirar hacia atrás. Soy alguien que recorre el mundo, descubre sus secretos y la inmensa variedad de maravillas que ofrece.

Antes del día en que yo me decidí por este rumbo, vivía en casa de mis padres como un monje en claustro. Éramos de lo que la clasificación socioeconómica llama el estrato de la clase media, etiqueta un tanto ambigua que, por ello, se le impuso la necesidad de partirla en dos mitades iguales para hacer la identificación de cada hogar un poco más precisa. De esas dos mitades mi familia pertenecía a la superior, la clase media alta. Éramos, por tanto, un clan adecuadamente acomodado y sustraído del sufrimiento que la insatisfacción de las necesidades más imperiosas del vivir produce. Teníamos, además, riqueza de sobra para satisfacer las otras necesidades menos urgentes, mas nuestra existencia nunca fue lujosa. Vivía con mis padres, dos hermanos, dos abuelas y un perro en una casa con espacio suficiente para todos. Nunca me faltaron cariño ni atención.

Esta feliz vida de familia sumada a nuestra situación holgada hicieron que durante aquellos primeros diecinueve años de existencia viviera completamente resguardado de todo mal, de todo sufrimiento y desgracia, al punto que, saliendo de mi niñez, yo nunca había conocido la tristeza, la calamidad o el infortunio más que como abstracciones. Las circunstancias que ensombrecen la vida de los seres humanos me eran tan ajenas que a mis doce años, teniendo un intelecto más agudo que en la primera niñez, pero no habiendo disminuido ni un ápice el espíritu inquisidor que caracteriza al amanecer de la existencia, comencé a meditar sobre la naturaleza de lo negativo. Cuando preguntaba a mis padres sobre el sufrimiento o la tristeza siempre obtenía como respuestas que esas cosas eran algo perjudicial para el buen vivir, que interrumpían los negocios y que además nublaban el ambiente, por lo que se decidió desterrarlos para siempre de esa casa. Era una buena respuesta, aunque insatisfactoria porque yo no sabía lo que era la “nubosidad del ambiente” y del perjuicio tenía una idea muy vaga. Pero al hacer la misma pregunta a mis abuelas ellas respondían (benditas sean las viejas) que no metiera mis narices en donde no me correspondía, pero que si me seguían asaltando las dudas preguntara a mis padres.

Así, no teniendo las respuestas claras que mi natural curioso exigía, mis meditaciones sobre lo malo se prolongaron durante todo el año, aún con las frecuentes distracciones que son inevitables a la existencia de una familia perfectamente feliz. Comencé a la edad de trece años a escribir ensayos acerca de mis reflexiones. Estos eran escritos breves que nunca superaban la plana y media y en donde yo elucubraba las más diversas teorías acerca del tema. En alguno de aquellos ensayos llegué a asumir una postura supersticiosa, concibiendo la tesis de los espíritus que daban vuelta las ollas con comida; porque si bien tenía una idea muy ambigua de lo que era el perjuicio, sabía al menos que el estar sin comer interrumpiría la línea del diario vivir, ya que era algo que hacíamos sin falta todos los días, tres veces en una jornada. Mis padres me explicaron que lo negativo era algo que interrumpía la rutina y yo no podía concebir algo más habitual que la comida diaria. Con tales consideraciones fue que decidí hacer un experimento.

Como yo no sabría invocar a los espíritus al no tener una idea clara de qué los atraería, opté por omitir este paso y efectuar el sabotaje yo mismo. En cierta mañana a una hora previa a la asignada para nuestro almuerzo diario entré a la cocina y vi, puesta sobre el hornillo, la olla que humeaba con los vapores de los alimentos en cocción. Diariamente entraba en la cocina para prepararme un emparedado o buscar alguna fruta, pero la preparación de un guiso estaba completamente fuera de mi experiencia. A falta de empirismo hice, entonces, unos cálculos previos. Sabía que la olla estaba hecha de aluminio, material que posee la cualidad de conducir el calor con gran rapidez. Mi intuición me dijo que aquel calor podría cambiar las propiedades de mi piel al contacto, de la misma forma en que altera el color y la textura de la carne del cerdo, del pollo o de la vaca. Como quise conservar mi piel en su actual estado decidí que lo mejor era apagar la llave de gas del hornillo y dejar que el calor se disipara antes de agarrar la olla. Deduje que el enfriamiento debía ocurrir de manera casi instantánea al complementarse la rápida conducción del material con la considerable masa de aire que rodeaba el trasto. Con una total confianza en estos cálculos apagué el fuego, dejé pasar un par de segundos y, seguro de que la temperatura de la olla habría bajado a la del ambiente, la así con ambas manos.

Lo que siguió fue una sensación que no se podía comparar a ninguna otra que haya tenido antes. No fue presión ni un cosquilleo, sino que sentí como si un animal se me tratara de meter al cuerpo, abriéndose paso muy rápidamente a través de mis manos. Sin siquiera pensarlo despegué inmediatamente las manos de la olla y las puse sobre el pecho. La sensación que los dientes del animal dejaron en mis manos persistía, aunque con mucha menor intensidad. Sintiéndolas palpitar, me miré las palmas y las vi cubiertas de rubor. Me sentí intrigado. ¿No habría sentido en carne propia una manifestación espiritual que no era necesariamente la de las ánimas que daban vuelta las ollas? Me dirigí a mi habitación, cogí un poco de papel y, no sin dificultad, ya que el ardor de mi mano no se había pasado del todo, escribí el esbozo de una nueva teoría: la de los espíritus que previenen los sabotajes culinarios.

Concluí que por cada espíritu que pretendiera romper la armonía de la costumbre, debía de existir otro que contrarrestara dicha acción, llevando a un equilibrio permanente cuyo fin sería la ausencia de negatividad. Me pareció esta una conclusión atinada, aunque insatisfactoria, porque no sólo no me explicaba lo negativo, sino que aclaraba que dicha negatividad no se podría producir nunca. Me sentí derrotado y esto, junto con la sensación ardiente de mi mano, me llevó a un estado mental que sólo podía identificar como no-agradable, lo contrario del bienestar…

¿Sería posible? En ese momento me di cuenta: encontré lo que estaba buscando, aunque no en la manera propuesta. Sí, me sentí mal y lo supe porque se había roto mi buen estado habitual. Lo tomé como un triunfo.
En los meses siguientes hice varias tentativas para reproducir aquella sensación de no-bienestar. Algunas veces me pellizcaba fuertemente los brazos y en otras entraba a la cocina a hurtadillas y tocaba con la palma abierta el recipiente hirviendo. Pasaba los días con las manos chamuscadas, pero le perdí el miedo a los espíritus. Con el tiempo elaboré más mi teoría y comprendí que la función de aquellas ánimas era la de defender nuestra comida de sus contrapartes malas, cuya amenaza diaria era la ruptura de nuestra feliz rutina. Los espíritus “buenos” debían actuar inconscientemente y por instinto al igual que los animales, por lo que no eran capaces de discernir o de juzgar, sino sólo de actuar de inmediato al sentir una amenaza, por lo que ellos me atacaban sin saber que éramos yo y mi familia los que trataban de defender. Comprendí entonces no sólo lo malo, sino también su importancia para la mantención del equilibrio total, porque sin su amenaza constante los espíritus buenos no estarían en estado de alerta. En aquel entonces me hubiera gustado saber mediante la experiencia qué se hubiese sentido el no comer.

Y en estas y otras reflexiones pasaron los años. Crecí, me hice más esbelto, cambió mi voz, salió vello en mi mentón, en mis mejillas, por arriba de mis labios y bajo mi cintura. También me sentía un poco más torpe que antes, y un día casi me rompí una pierna al descender por la escalera y tropezar con el perro que descansaba sobre uno de los escalones. Ganas tenía de conocer el mundo. Hasta esos años yo había sido educado en casa y aunque aprendí todo lo necesario para las funciones necesarias de la existencia – gramática, vocabulario, matemáticas, cuidado de la salud, gimnasia, algo de historia –, aún sentí a muy temprana edad que se me estaban omitiendo partes importantes del conjunto. Por fortuna la oportunidad se dio para rellenar algunos de los resquicios en mi conocimiento del mundo. Un día mientras yo limpiaba la azotea pude hallar, sumergido en el fondo de una caja llena de papeles, un libro pequeño y grueso de tapas de cartón y cuero, de cierta antigüedad por lo que pude deducir de su aspecto. En la portada decía “Diccionario Enciclopédico de la Juventud”.  Este hallazgo me permitió conocer algo de mitología griega y a través de imágenes el testimonio de civilizaciones muertas mucho tiempo ha. Aprendí también a hacer poesía, conocimiento que a futuro me iba a ser muy útil.  

Mas el libro no lo explicaba todo y mientras más bebía de las aguas del conocimiento, más sed me daba. ¿Cómo es el cuerpo humano por dentro? ¿Cómo era el mundo antes de los cambios sociales y económicos que permitieron la igualdad de condiciones? ¿Qué es lo que realmente son las estrellas? Y por último, ¿por qué sentía un deseo irresistible de abrazar a una mujer joven?

Las espiaba desde la pequeña ventana del baño ubicado en el segundo piso. Veía a algunas muy niñas, otras más grandes y aún otras que me debían doblar en edad. Algunas delgadas como chuzos, otras parecían verdaderos cántaros ambulantes, pero de cuando en cuando aparecía alguna que me recordaba a las imágenes de grabados y estatuas de deidades, de ninfas y de heroínas, que fueron las que despertaron mi curiosidad hacia el sexo opuesto. Cuando mi curiosidad se hizo más persistente dejé de lado aquellas imágenes, que a esas alturas había aprendido de memoria, y pasé más tiempo en el puesto de vigilancia.

Desde allí tenía una perspectiva aventajada de la calle, permitiéndome observar, como centinela en su atalaya, todo lo que acontecía en la vía al frente de mi casa, en la vereda que con ella colindaba y aun divisaba los tejados de las casas ubicadas dos manzanas más allá. Oteando desde mi posición podía abarcar con mi vista una distancia bastante considerable hacia cada lado; el mundo hallábase así dispuesto ante mis ojos, como los objetos dispuestos uno al lado del otro en la vitrina de una tienda de antigüedades. Ya no fue necesario en la adolescencia el taburete que debía tener bajo los pies para así compensar por mi insuficiente estatura, pudiendo entonces asomarme al colocar los pies en puntillas, pero luego de un tiempo ni siquiera eso fue perentorio y a la edad de dieciséis años podía vigilar el terreno con la planta de cada pie completamente adherida al piso. Era la gran ventaja que me permitió mi edad y que debía aprovechar antes de que fuese demasiado tarde, ya que en ese entonces tenía la ingenua noción de que el crecimiento no se detenía nunca. Así, calculé que en un par de años más sería tan alto que tendría que arrodillarme para no topar con mi cabeza en el techo, y en aquel entonces recuerdo haberme preguntado qué harían mis padres conmigo cuando la casa se hiciera demasiado pequeña para mí; aunque yo sospeché que tal desgracia se había dado antes de tiempo en mi caso, porque desde la adolescencia en adelante fui sintiéndome más y más aprisionado en aquel hogar feliz, sano y limpio.

Dejé de lado los ensayos y comencé a dedicar mis horas de ocio y de creatividad a la poesía. En este vehículo podía transportarme fácilmente a las tierras de fantasía que imaginaba hallar más allá de las paredes de mi casa y de los límites de mi vecindario, que después de tantas horas de observación desde mi claraboya se había hecho demasiado pequeño. Con los meses - y la constancia que me dieron las irresistibles ansias de fantasear - pude llenar, antes de darme cuenta, cinco cuadernos con más de setecientos poemas, muchos de ellos breves, pero todos de diversas longitudes. Uno de estos es el que recuerdo con especial cariño, porque era el que mejor reflejaba mi afán:


Una vida protegida, vida gris siempre será.
Una vida de resguardo se me hace insoportable.
Diga uno lo que quiera de la vida sin carencias,
¿Puede tal afirmar que’sta tan digna sea de ansiarse?
Porque, ¿do está la emoción en segura convivencia?,
¡Ese fuego y aventura a mis horas esenciales!
¿Cómo apago este afán insaciable de vivir
Si eludiendo’l daño debe del mundo uno alejarse?

Son aquellos que al Olimpo se elevan en vuelo alto
Los que nunca holgado sienten otra vez el pie’n la tierra
Y los saltos a pies juntos no conforman a las ansias
Que las alas a los aires extendidas bien sosiegan.
Pero’l día llegará, y a mis padres dejaré,
Y de artífice de vastas, ávidas empresas
¡Pasaré a practicarlas como el gran caminante!
¡El viajero que recorre todo l’ancho de la esfera!


Pasaron un par de años más y el aire siempre fresco del hogar de mis padres se me comenzó a hacer sofocante y tóxico. Me volví rebelde por un tiempo y después, por extraño contraste, débil y enfermizo. Fue durante esta etapa en que mis progenitores se comenzaron a preocupar de veras porque me sentía morir. Pero por más que les insistiera, por más que les porfiara y les llorara, ellos no estaban de acuerdo con la idea de mandarme lejos. Cosa extraña, porque, ¿acaso pensaron quedarse conmigo y con mis hermanos por lo que nos restara de vida? ¿Y cuándo comenzaría con mi existencia propia? Seguramente no lo habían pensado antes y, más allá de toda lógica, se aferraron más y más a la idea de tenerme por siempre en casa. Cuando no cupo duda de esta conclusión, que difícilmente pude admitir en un principio, me di cuenta de que debía irme de casa sin que ellos lo supieran.

Convine volver a mi hogar después de pasado algún tiempo, o al menos así me lo aseguré antes de comenzar los preparativos del viaje. Mi deber como hijo era algo que debía tener siempre presente, por lo que mi nueva vida de viajero habría de ser breve, la suficiente como para calmar mis ansias de conocer el mundo. Antes de que los míos sintieran mi ausencia volvería a casa con muchas historias que contar.

Mas a la tan cierta noción que tuve de volver hube de renunciar después de transcurridos los primeros diez años de peregrinaje.

II

Las primeras semanas del viaje meses pudieron haber sido, los meses años, y los años días. De la misma manera en al comenzar a percibir bien el mundo el recién nacido se debe de olvidar de todos los dolores y escalofríos que sufrió durante el alumbramiento, así también yo perdí la noción del tiempo al recorrer las distancias y los paisajes con mis pies y ojos. Fue como volver a nacer.

Recuerdo vívidamente la fascinación que sentí al mirar por ver primera las inmensas y vastas cadenas montañosas, aquellos nimbos que surcaban el cielo abierto y esa misma cúpula celeste, que de día miraba extasiado de sus tonalidad celeste que ningún pintor podría reproducir con la misma pericia, y de noche, a horas en que antes de entregarme al sueño examinaba la disposición de las estrellas e inventaba constelaciones. Los astros eternos y animados se hicieron mis más fieles compañeros de viaje entre los muchos que tuve, en su mayoría perros aunque de cuando en cuando me encontrase con otro que tomara la misma iniciativa mía: un colega, otro viajero. Nos reconocíamos a la distancia, teniendo ambos la afinidad de la vocación que sabe como identificar al hermano. Poseo muchos recuerdos plácidos de Carlos, de Mauricio – ingeniero de profesión y vagabundo de inspiración -, de Alfredo, del “Escanio” – que tenía brazos tan robustos y puntería tan certera que podía matar conejos a pedradas -, Godofredo, Walther, el alemán (que decía descender de una estirpe de barones de la Sajonia emparentada con la familia de Novalis), Horacio, el viejo Balduino, Recaredo el pescador…Todos ellos fueron mis amigos y siguen siendo parte de mí, a pesar de todos tomar distintas rutas, porque el interés puede ser el mismo pero la naturaleza puso en cada uno de nosotros distintas direcciones.  

Pero no fue sólo durante la travesía en que disfrutaba de la compañía de personajes tan especiales, sino que en cada uno de los pueblos y ciudades en los que fui a dar trabé conocimiento con personas de tan variadas creencias y temperamentos que moriré pudiendo decir que, en mis experiencias sociales, abarqué en su totalidad el anchísimo espectro de psicologías humanas. Conocí la caridad abierta a todos así como el egoísmo más hermético; la fidelidad y la perfidia; la discreción y la imprudencia; la vanidad y el recato; la ostentación y la sencillez; la calma estoica y la pasión furiosa; la templanza y la depravación; la genialidad y la tontería; el fausto y la miseria; la diligencia y la desidia, y así sucesivamente. Mi conocimiento de los seres humanos, incluso con sus aspectos negativos, se completó de esta forma. La otra cara de la moneda se me presentó en todo su opaco brillo y me agradó conocerlo por fin, no como un ejemplo a seguir, sino como una guía que se debe tener siempre presente para no descuidar lo bueno que hay en uno y en el mundo.

Pero mi vida no fue sólo vagancia y observación del mundo. Como todos los hombres que están destinados a dar gran parte de sus horas a otros para no perecer, tuve que hallar ocasionalmente alguna ocupación que me sustentara. Afortunadamente mis medios nunca escasearon, ya que mi vida era tremendamente sencilla: mis únicas pertenencias en la Tierra las llevaba en una mochila de montañista, mi aspecto era de eterno forastero y mis ropas las usaba hasta que ya no dieran más. A pesar de ello no andaba nunca desaseado, ya que creía que la sobriedad de mi existencia no podía ser excusa para no mantener mi aspecto personal lo más ordenado y limpio posible.

Y eso me dio, en su tiempo, más de alguna ventaja. Porque además de colmar mis necesidades básicas con trabajos temporales de jornalero, jardinero o bodeguero necesitaba calmar otras urgencias, las del amor especialmente, lo que se me permitía en los ratos libres que me dejara el trabajo o la observación del mundo. Después de estar por años admirándolas en imágenes, y luego contemplándolas desde la ventana del baño de mi casa, saliendo al mundo pude disfrutar de las abundantes bondades que la mujer ofrece a los del sexo opuesto.

La primera de ellas fue Catalina, una hermosa rubia de tez quemada por el sol y penetrantes ojos celestes. Era un par de años mayor que yo y de muy buena situación económica, ya que poseía una camioneta muy bonita, limpia y bien cuidada donde ella me desvirgó. E ella le siguió Ana, morena de cabellos rizados y castaños y eterna mirada conmiserada. También recuerdo muy vivamente a Mariela, la que vivía con sus padres en una pobre casita ubicada a campo abierto, y cuyo carácter era igualmente agreste. Nuestros encuentros tenían lugar en un establo cercano a los montes que, desde que fue abandonado por sus cuidadores, pasó a ser el hogar de tres perros vagabundos y de una que otra cabra. A ella no le molestaba la falta de privacidad, al contrario, insistía en que fuéramos siempre al mismo lugar, por el placer que le daba y también porque gustaba de jugar con los animales después de desahogarnos. En cierta ocasión armó toda una telenovela en donde los perros se casaban con las cabras, pasando después sus vidas peleando por problemas domésticos menores. Mariela no se conformaba con su rol de gestora y relatora, sino que ella misma era parte del drama, como aya de los hijos nacidos de la unión entre las especies. Acostado sobre un acopio de heno y jugando con los calzones de la inspirada, miraba muerto de la risa el desarrollo de la historia, con sus familias conformadas contra el orden natural y, encima de todo, disfuncionales; los desdichados críos que no existían más que en nuestras mentes; la mansión familiar llena de heno, telarañas y a punto de caerse a pedazos y la institutriz, con vestido de huasa y entrepierna al viento, que servía de protagonista y eje de la tragicomedia.

También me acuerdo de Alejandra y de sus jaquecas y achaques de octogenaria; de Nívea, cuya imaginación para los jugueteos no le hacía honor a su nombre; de Alondra, mujer que, al contrario, tenía el espíritu anejo a su apelativo y gozaba de la libertad que habría sido aún mayor si hubiese nacido con alas. Tenía todo de poetisa, menos habilidad para escribir versos. De Valentina, la de estricta educación católica que, llegada la edad del ardor, no pensó en rebelarse contra las ideas de sus progenitores, sino que muy en serio se tomaba la idea de permanecer casta como monja hasta el matrimonio. Yo disfrutaba estar con ella porque a pesar de su pundonor gustaba mucho de reír, y así fue que sostuvimos una relación de dos semanas donde cierto respeto me hizo demorar en lo posible lo que no se podía evitar. Ella, por su parte, me vio como una prueba enviada por Dios, la que perdió con unos retozones y manoseos que bien valían una pena de setenta vidas de expiación en la séptima terraza del Purgatorio.

Y es que esa es mi manera de ver a la mujer, como una criatura hecha para el goce y que ninguna ley de la tierra ni del cielo podría desviar de su propósito. Digan ustedes lo que quieran, pero la mujer es como una parroquia que reúne atributos cristianos y paganos. Se puede admirar por horas la fachada y todo el resto de su arquitectura exterior, pero para practicar en su altar los ritos de Eros se debe entrar en ella.

III

Así transcurrió mi existencia de viajero hasta cierto día en que los rayos del sol evaporaban los restos de la lluvia de pasados días. En dicha ocasión llegué a una enorme ciudad de apretados edificios, cuya atmósfera se hallaba teñida del tono grisáceo que las emanaciones de sus numerosas chimeneas industriales pintaban en el cielo. Quise preguntar a dónde había llegado pero no hallé a nadie en las calles de los suburbios, pudiendo en estos divisar sólo a algunos perros recostados en las veredas o en los umbrales de las puertas, además de muchas palomas. Sólo acercándome al sector comercial pude dar con algunos viandantes y en lo que me acercaba al centro de la ciudad vi incrementarse paulatinamente la densidad de la población, pudiendo en cierta parte hallar a una aglomeración de gente mirando apretujada a través de una vitrina. Gatos comenzaron a aparecer en las alturas de los edificios, los perros todavía se paseaban por las calles y las palomas aumentaron su número junto con el de la gente. Me dio entonces por mirar hacia arriba y fue así que pude divisar a las aves en gran número, volando de alféizar en alféizar, de techo en techo, impulsadas en ocasiones por sí solas y en otras por el empujoncito que alguna persona les daba. En verdad que era extraño ver a estas aves volar de casa en casa y entrar por alguna ventana con la misma tranquilidad con que uno las vería comiendo las migajas de pan que algún anciano les tirara desde un escaño. A veces se veían muchas de estas reposando en el descanso de un alféizar. Era como si en esta ciudad la actividad económica principal fuese la cría de palomas.

Fue en este sector comercial donde pude ver colgadas de los postes, los arboles, e incluso de edificio a edificio, enormes pancartas que anunciaban la llegada de una nueva época. “La Era de la Información ha llegado” pude leer en una, el resto básicamente repitiendo el mismo mensaje de distintas formas. Intrigado pregunté a algún transeúnte qué era lo que eso significaba, y él me lo explicó de la siguiente manera: “es la información, pues hombre, ahora está disponible para todos. ¿Por qué crees que hay tantas palomas? Son mensajeras. Compartimos toda la información y ahora no hay nadie que no tenga acceso a la educación y a la cultura.” Asentí con la cabeza, pero el hombre, que entraba en la primera vejez como lo juzgué por el color de sus cabellos, no se convenció de que me hubiese quedado claro lo que dijo. Sonriendo, negó con la cabeza y me dijo: “te lo explicaré mejor. Cada una de estas palomas tiene dos tubos atados en sus patas, y en cada uno de estos se mete un rollo de papel con la información. Cada paloma está entrenada para volar sólo de un punto a otro, de esta manera se comunica la información. La razón de que veas tantas palomas amontonadas en una sola ventana es que vienen todas ellas de distintos lugares a un solo punto, con mucha información que compartir. ¿No es maravilloso?” Yo asentí de nuevo y esta vez él quedó contento con su explicación.

Me sentí maravillado por lo que escuché. ¡Increíble! Un sistema de intercambio de conocimientos al alcance de todos. ¡Las posibilidades que eso podría ofrecer! Pensé de inmediato en lo que hubiese sido de mi vida de haber tenido acceso a tal red de comunicación. Quizás nunca habría sentido ganas de dejar mi casa al tener toda la información del mundo al alcance de mis manos. A lo mejor nunca hubiera emprendido mi viaje de haber sido esto así, pero en tal caso, ¿qué hubiese sido de mi vida? Porque nunca me podría imaginar haber seguido otro rumbo.

Aún así quedé absolutamente convencido, no por la propaganda sino por el hecho mismo, de que estaba en presencia de una nueva era en la historia y que yo debía de estar ahí mientras se desenvolvieran los hechos. Pensé en quedarme por un buen tiempo, años quizá, en esta ciudad, viendo cómo se darían las cosas con este nuevo sistema. Y en estas meditaciones miré hacia arriba y volví a ver a los cientos de palomas mensajeras cubriendo los cielos con sus colores plomizos, llevando en cada una de sus patas las ideas, aspiraciones y consejos de tantas personas.

No me costó conseguir trabajo de bodeguero en una tienda de música situada cerca de la plaza central. Alquilé una pequeña y cómoda habitación situada en el sótano de un edificio y que pagaba por día. Tampoco me costó hacerme de diversiones y buena compañía, ya que en las proximidades del edificio se encontraba un local atendido por un español muy cordial y dicharachero, y en donde hice buenas migas con más de algún feligrés. También tuve libre acceso a una completa biblioteca municipal en donde iba a refugiarme cada vez que me cansaba de las personas, y donde tuvieron lugar felices reencuentros con la mitología griega y latina y con la poesía de Klopstock, de Lope y de Fernando Pessoa. Tampoco me pudo faltar amor, y fue una bella cajera de ojos castaños y cabello negro con visos de tintura calafate llamada Claudia la que se convirtió en mi amante y consejera.

Aquellos fueron los personajes y lugares que frecuenté durante los trece meses que pasé en la ciudad que parecía ser el núcleo de un nuevo futuro. Dos días a la semana iba a cenar y a beber medio litro de pilsener al pub donde el español me contaba de sus travesías que comenzó en Andalucía y terminó en las praderas colindantes a la ciudad, porque también fue viajero durante su juventud. El resto de la semana salía con Claudia por la ciudad o si no iba a su departamento, el que compartía con una pareja proveniente de Andorra.

Fue ella la que me explicó cómo funcionaba el sistema con las palomas. Estas eran bastante inteligentes, no sólo en lo que se refería a su función de mensajeras, sino que también se las entrenaba para dejar sus deposiciones en una cajita de arena ubicada en el extremo de cada alféizar. Cuando no estaba ocupada en remitir mensajes la paloma se retiraba a cierta terraza, en donde se podían encontrar los palomares con todas las aves que el proveedor entregaba a cada usuario. Si Claudia quería enviar un mensaje a cierto punto y la paloma que le correspondía no se encontraba disponible, ella mandaba a una que cumplía la especial función de volar a la terraza y dar aviso a la solicitada, llamándole la atención mediante un químico similar a la feromona, que el usuario se encargaba de aplicar a la paloma solicitante antes de enviarla a la terraza. El proveedor de palomas mensajeras facilitaba las aves para un sector determinado de la ciudad y estas hacían el intercambio de mensajes para cada punto dentro del sector. Si se quería mandar un mensaje fuera de este entonces una paloma recibía instrucciones del usuario (con la ayuda de otro químico) para dirigirse a un punto llamado “repetidor”, desde donde se procesaba el mensaje y se reenviaba, o al punto que se especificaba en el mensaje o a otro repetidor, hasta que se diera con el lugar de destino.

El sistema era complicado y distaba mucho de ser perfecto, pero daba resultados. El velador contiguo a la cama, un escritorio e incluso las paredes de la habitación de Claudia se encontraban repletos de los papeles que las palomas le traían de diversos puntos. Escritos en ellos había escuetos mensajes, publicidad, recetas de cocina y datos de mejores oportunidades de empleo. Pero cuando le pregunté cómo, dónde y en qué momento se sustentaba a tantas palomas, ella me respondió que nunca se le había cruzado el tema por la mente.

No obstante, ansiaba integrarme pronto al sistema. Comencé a buscar un trabajo mejor remunerado que me permitiera tener un departamento y excedente para pagar por el servicio. Y en lo que buscaba, la red crecía y crecía. Cada semana miraba al cielo y me parecía ver a más palomas surcando por los aires. Pero bajando la vista, y fijándome en las calles, me parecía también ver menos gente en ellas.

Un día en que yo estaba en el local del español, entró Claudia muerta de la risa a contarme que los andorranos con los que compartía el departamento se encontraban muy felices en su cuarto haciendo el amor, cuando decenas de palomas se metieron por la ventana de la habitación y comenzaron a picotearlos furiosamente. Incapaces de defenderse, tuvieron que salir del cuarto envueltos con las sábanas del catre. Contaba Claudia, con la voz entrecortada de tanto reír, que la andorrana, histérica y con sus ojos picados por las lágrimas, vituperaba a las malditas palomas que no dejaban dormir durante la noche con sus arrullos, con el batir de sus alas y el continuo olor a caca, y que cuanto antes volverían a Andorra donde les sería posible, en un día caluroso como este, echar un honrado polvo con las ventanas abiertas. Yo y el español escuchamos con atención el extraordinario recuento de los hechos sucedidos, y discutiéndolo llegamos a la conclusión de que el olor y las feromonas de los cuerpos pudieron haber confundido el desarrollado olfato de las palomas. A su vez le dije a Claudia, que al escuchar mis razones paró inmediatamente de reír, que a gente como ellos, para los que la fornicación era una especie de ritual que debía ejecutarse con la misma seriedad y regularidad que cualquier oficio religioso, había que tomarlas muy en serio si se les llegara a interrumpir algo que tan vital era para ellos como comer y dormir. Claudia me respondió con voz turbada que no podría costear sola el departamento, pero la tranquilicé al decirle que me era posible, con el trabajo que había tomado hace un par de meses, pagar la mitad del alquiler y que en cuanto se fueran los andorranos me iría a vivir con ella.

Y tal como lo había vaticinado, los andorranos no esperaron siquiera una semana para volver a sus tierras, y yo inmediatamente me mudé al departamento. La habitación que antes perteneció a los extranjeros pasó a ser mi estudio, ya que aprovechaba sólo el escritorio que allí había y la cama no la ocupaba nunca porque dormía con Claudia. En aquella estancia tomaba apuntes de los libros que pedía prestados a la biblioteca municipal, además de retomar mi antiguo hábito de escribir poesía.

Llegó un momento en que la habitación de Claudia se llenó de cajas con papeles y hubo que empezar a dejar en otros lugares del departamento las que cada semana se iban sumando. Pero luego de un breve tiempo se ocuparon todos los rincones y fue haciéndose complicado hasta el caminar con tantas cajas dispuestas sobre el piso. Fue por esta razón que le dije un día, sólo de pasada, que se podrían desechar algunos papeles que ya no sirvieran para hacer más espacio, a lo que me contestó con un humor de perros que esa era la sugerencia más estúpida que se me podía haber ocurrido, que todos los papeles le servían y que ella no desecharía ninguno.

En el diario ir y venir del trabajo notaba como la cantidad de gente que frecuentaba la calle se iba haciendo cada vez menor, mientras que el número de palomas iba en aumento. Hasta dejó de ir a su local la clientela habitual del español, llegando un momento en que él tuvo que cerrar y mudarse a otra parte. Cierto día en que recorría el acostumbrado trayecto de siete calles que me conducía desde el trabajo hasta el edificio donde vivía, no pude divisar un alma aparte de un vagabundo que, echado de espaldas con la cabeza gacha sobre un poste de luz, probablemente hubiese estado muerto. Era como si las palomas se hubieran apoderado de la ciudad y desterrado a sus antiguos habitantes humanos.

Y viendo en la habitación de Claudia la cantidad de bagatelas escritas en los papeles perdí el entusiasmo por el sistema de comunicaciones. Era como si toda la energía y los recursos que se necesitaban para mantener una red tan compleja sirvieran en su mayor parte para intercambiar copuchas y sin sentidos.

Un día jueves en que, como de costumbre, fui a la biblioteca municipal a devolver unos libros y a recoger otros, vi una notificación en la puerta de entrada diciendo que la biblioteca cerraría sus puertas permanentemente al finalizar la quincena. Cuando pregunté al bibliotecario qué era lo que significaba eso, me dijo con un tono de voz que me llegó a lo más profundo del alma que por falta de fondos y entusiasmo de la gente la vieja biblioteca había perdido su razón de ser, y que esta cerraría y todos los libros serían incinerados. Yo repliqué que eso no podía ser posible, pero el sentido caballero me contestó que los tiempos cambian y que con la nueva era de la información las bibliotecas habían perdido toda utilidad.

Sin libros a mi alcance solicité un servicio de palomas al proveedor del sector, pero este me contestó que eso no sería posible porque el sistema se hallaba colapsado con tanta clientela. Las cajas siguieron sumándose en el departamento que cada semana se hacía más y más pequeño. Hubo que empezar por guardar estas en mi estudio, que hasta esos momentos me había servido de refugio personal. Llegó un día en que, a la par con mi aburrimiento, comencé a sentir molestia y pensé en la idea de dejarlo todo y reanudar la travesía que había interrumpido. Pero eso no pasaba de ser una promesa que algún día cumpliría, según me decía a mí mismo, pero que nunca materializaba, ya que después de un tiempo de vivir acá me había asentado, y la noción de ser un habitante más de la Ciudad de las Palomas Mensajeras no dejaba espacio suficiente a mi espíritu para que dominara el viejo instinto del viajero. Pero, como cada rasgo del carácter que queda en suspensión, pero nunca muere, bastó con sólo un pequeño impulso del mundo exterior para devolver este instinto con exuberancia a la vida.

En aquel entonces trabajaba de cajero en una tienda de regalos administrada por inmigrantes chinos. Era uno de esos típicos locales decorado con motivos orientales en donde se vendían baratijas a precios bajísimos, y que aún así la gente regateaba, pudiendo uno de tanto en tanto ver a los dueños llevar una lucha en desventaja, por un lado con los clientes, y por el otro con el castellano. Cierto día se acercó a caja una joven de cabellos negros y lisos, esbelta y voluptuosa figura y que vestía ropas costosas que, sumado a su caminar altivo, le daban un aspecto de dama de fortuna. Al acercarse para pagar la miré al precioso rostro moreno y al hacerlo no me tomó ni medio segundo reconocerla. Y por su lado, mientras alargaba dos billetes con gesto desdeñoso, pude ver que también en un instante me reconoció, porque sus párpados se abrieron completamente, sus pupilas se dilataron y su boca mostró los blancos dientes en una sonrisa que le recorrió la cara de oreja a oreja.

Era Mariela, la campesina y dramaturga aficionada. Como dos antiguos camaradas que no se ven en mucho tiempo nos pusimos a conversar animadamente, olvidándonos de nosotros mismos y de lo que éramos en aquellos momentos: ella se desentendió de la altivez que iba muy a la medida de su nuevo aspecto y yo me olvidé de la estrecha vigilancia de Tai Lai, el gerente, que al verme holgazaneando comenzó a gritarme en su idioma incomprensible lo que parecían ser improperios. Mariela dirigió una mirada desaprobadora al oriental, pero en un segundo comprendió mi situación, acercó el rostro a la caja y me preguntó a qué hora salía del trabajo. Yo le contesté que a las nueve y ella dijo que me esperaría a esa hora fuera de la tienda.

Y así lo hizo. Saliendo del local divisé al otro lado de la calle a Mariela haciéndome señas con la mano. Le devolví el saludo, crucé y me acerqué. Ella se apoyó en mi pecho y me dio un tierno beso en la mejilla, me tomó de la mano y yo me dejé conducir, llegando hasta donde se encontraba estacionada una tremenda camioneta 4x4. Mariela sacó de su cartera un pequeño control remoto con el que bajó los seguros del automóvil,  me invitó a subir y así lo hice. Estando dentro del vehículo comencé a hablar, comenzando por lo obvio, por preguntarle si se había casado con algún magnate, porque mi inquietud era saber cómo y cuándo una humilde mujer proveniente de un linaje de huasos pudo tener acceso a tantos lujos. Ella rió, me dijo que estaba aún soltera y procedió a contarme su historia desde que la vi por última vez.

Pasadas sólo un par de jornadas desde que yo la dejé para hacerme una vez más a la travesía, su padre, un huaso robusto y no muy sesudo que digamos, descubrió cierto cuaderno que Mariela había dejado a la vista y en donde ella anotaba, a manera de diario, todas las experiencias que ella juzgaba lo suficientemente valiosas como para preservarlas en el papel. Dentro de las últimas entradas escritas en el manuscrito figuraba, hasta en el más magro y crudo detalle, el recuento de las peripecias que sostuvimos en el establo abandonado. Obcecado por la furia, el huaso corrió a buscar a su hija y le dio una zurra que por poco la dejó permanentemente lisiada de las caderas. Lejos de estar completamente desahogado la acosó durante días preguntándole por la identidad del que la había desvirgado - porque el pobre viejo juraba por Dios, por los santos y beatos y también por los penates de sus ancestros aborígenes que la hija, hasta aquel fatídico momento, se había conservado pura y casta, siendo que yo al conocerla pude acreditar inmediatamente su maestría en las artes de Venus. Mariela, llorando de dolor y de rabia, contestó a los interrogatorios de su padre con la misma y pura verdad, que su amante era un viajero sin nombre y que él se había ido, hacía días, Dios sabe dónde. El padre por fin se convenció, mas aún con las ganas de desahogar su frustración preguntó a su hija dónde se hallábase el estaulo do se consumó la maña (palabras de él, no de Mariela). Ella le indicó y, acompañado de sus hijos mayores, se armó con varios chuzos y partió al establo dispuesto a hacerlo pedazos tabla por tabla.

Pero al llegar al lugar y dar el primer golpe de chuzo a una de las paredes descubrió que esta conducía a una especie de compartimento. Intrigados, el viejo y sus hijos tiraron abajo la pared entera y descubrieron que escondidos detrás estaban varios tarros de gran capacidad, cada uno etiquetado con la marca Exxon. Sin querer los huasos habían dado con el botín de un histórico robo acaecido en las pampas argentinas hacía ocho años. Sucedía que en aquellos tiempos los yacimientos de todo el mundo habían llegado a su punto máximo de producción y, como consecuencia, el petróleo comenzó a escasear. El valor del mismo se disparó y se transformó en un capital más preciado de lo que era antes, por lo que los bandoleros y piratas de aquellos tiempos renunciaron al robo del oro y de la plata y, modernizándose, comenzaron a robar crudo. 

La noticia llegó a oídos de las autoridades nacionales y en un espacio irrisorio de tiempo pasó a ser de dominio mundial. La familia de Mariela recibió una cuantiosa recompensa por la recuperación del petróleo y, ahora ricos, despertó en el mediocre huaso una especie de dormido atavismo de mercader. No despilfarró su nueva fortuna como la mayoría de los ignorantes lo hacen sino que, aconsejado por personas de mayor inteligencia y mucha confianza, la invirtió en tierras y propiedades y en cuestión de pocos años pasó a ser uno de los mayores productores del país en las áreas agrónoma y ganadera.

Impresionado, elogié la buena suerte de Mariela, a lo que ella respondió que yo era, indirectamente, la causa de todo, por lo que me había ganado su eterno agradecimiento. Pero mientras contemplaba a Mariela más vivo se hacía en mí el deseo de recibir alguna retribución que fuese más bien del plano de lo material. Por fortuna ella captó mi intención y se mostró más que dispuesta a complacerme. Me invitó a un café y luego partimos en su monstruosa camioneta a las afueras de la ciudad. En el camino me comentó que apenas podía esperar para verse libre de las omnipresentes palomas.

Bien pudimos haber encontrado un camino solitario y oscuro en donde situarnos y hacer el amor en la parte trasera de la camioneta, en donde había espacio suficiente como para ejecutar esa tarea muy cómodamente. Pero en lugar de eso recorrimos los campos en la periferia de la ciudad buscando algún lindo y acogedor establo. Yo sonreí pensando en como todo el peculio, los lujos y los autos del mundo no podrían jamás cambiar el carácter esencial de una persona.

Después de buscar por un largo rato hallamos por fin cierto establo que se acomodaba muy bien a nuestras necesidades. En la oscuridad de aquellas horas era muy difícil distinguir algo y la penumbra confundió nuestros pasos en más de una ocasión, mientras penetrábamos furtivamente la mansión del amor con catres de heno y ambiente incensado de plastas de caballo. Hallamos cierto acopio de paja, y una vez que Mariela corrió a unas gallinas que hicieron escándalo cuando las aplastó al recostarse tan súbitamente, me eché a su lado pudiéndonos poner bien al día. En un rato no muy holgado habíamos acabado la labor, y nos recostamos para descansar. Ella me comentó, con voz suave y maternal, lo mucho que me había echado de menos durante los años y que algún otro día, más pronto que tarde, me llevaría a dar una caminata por las playas y a mirar la puesta del sol con el océano en frente nuestro. Y en ese momento tuve una epifanía.

Era más bien una confesión de mi propia ignorancia, porque de súbito me di cuenta que, en todos mis viajes, jamás me había topado con el océano. De hecho, no conocía siquiera su concepto. En mi niñez, caracterizada por la ignorancia de las cosas malas del mundo, no sabía más que la mitad de los conceptos que se le presentan a una persona en el transcurso de su vida. Me di cuenta de que mi conocimiento de la existencia no estaba completo y que debía reanudar mi vida de viajero cuanto antes. Todo eso se lo comenté a Mariela que, riendo, me dijo que no me preocupara más, que el próximo fin de semana me llevaría a conocer el océano.

Pero esa fue una promesa que no pudo cumplir. El novio de Mariela, un aristócrata inglés, antes de partir a su patria le propuso a ella casarse e irse a vivir con él a Inglaterra. La campesina no lo pensó dos veces y aceptó. Me envió una carta informándome de todo, lamentando tener que romper su promesa y deseándome que tuviese una bonita vida. En cuestión de días Mariela estaba en el viejo mundo, donde se casó con el inglés pasando desde ese entonces a ser conocida como The Right Honourable Baroness Whitby. La fortuna del inglés estaba basada en sus establos en donde, estoy seguro, Mariela dio rienda suelta a su natural salvaje.

Con mis instintos de viajero finalmente libres lo único que podía retenerme más tiempo en la ciudad era Claudia. Decidí llevármela conmigo, pero al plantearle la idea  no la aceptó, diciendo que su lugar estaba conmigo siempre que nos quedáramos allí. Por lo que colegí, ella estaba apegada más a la ciudad que a mí. Y no podía, de todas maneras, obligarla a tomar el mismo rumbo que yo, porque somos pocos los que nacemos con la disposición de dejarlo todo y hacernos a la marcha.

Decidí partir solo, pero Claudia no se veía muy dispuesta a romper nuestra relación, así que le confesé lo de Mariela y todo lo que sucedió en la tienda, en su camioneta y en el establo. Pero ella no pareció sorprenderse mucho. “Eres hombre”, me dijo, “y los hombres ceden fácilmente a la tentación carnal”, dicho con el tono de voz ecuánime e indiferente de un cura confesor. Se notaba que ella, en el fondo, había perdido el interés.

Le dejé casi todo el dinero que tenía ahorrado para que pudiese pagar por el departamento mientras no hallara a algún otro arrendatario. Ella me agradeció el gesto y al despedirnos le di un beso en la mejilla. La iba a extrañar mucho a pesar de todo, y no fue con frialdad que la dejé.

Pero al caminar por las calles casi desiertas de la ciudad, sentí algo en mi espíritu que se elevaba. Era como si a las viejas alas entumecidas les estuviese llegando una nueva infusión de fresca sangre y, poco a poco, me fui llenando de vida. Arriba mío las palomas dominaban el contaminado cielo. Se parecían tanto a los humanos que servían, siguiendo una programación que sólo les permitía moverse dentro de su limitado espacio aún teniendo ante ellas los cielos del mundo entero, ciegas por la indolencia, por los prejuicios y la ilusión.

Por el contrario mis ojos, como los del halcón, se encontraban muy bien. Y el mundo sería, una vez más, mío. 

IV

Durante varios meses recorrí cientos de kilómetros. Dejé de preocuparme por mi apariencia personal, por lo que mis cabellos me llegaron a los hombros y mi barba parecía ya la de un druida. En algún momento me di cuenta, tras meditarlo por un rato, de que las únicas pertenencias que había logrado conservar durante todo el transcurso de mi vida eran mi mochila, roída por el uso, pero que aún aguantaría mucho más, y el tremendo acopio de experiencias y de observaciones que había logrado reunir en una existencia de casi constante errabundeo. Todo el resto era pasajero, desde los objetos y los libros que me animaban en los intervalos tediosos hasta los amigos y las amantes. Nada podía ser real en un mundo en donde todo es pasajero, vaporoso e inestable. Pero desde que dejé a Claudia y a la Ciudad de las Palomas Mensajeras hubo otra cosa que se había sumado a mi bagaje permanente. Un deseo, una infantil obsesión: ver el mar. Decidí que eso era lo más importante y que todo el resto de lo que aconteciera en mi vida diaria no debería por ningún motivo desviarme de ese fin. Fue por esa razón que después de cierto tiempo lo pasé menos en las ciudades, y prescindí de tener amantes y amigos que me pudiesen amarrar.

Era libre. Después de muchos años de ensayo era por fin libre en el sentido real de la palabra. Y la ambición que gobernaba a mi ser no me encadenaba, al contrario, me liberaba aún más, porque me daba una meta que sabía llenaría mi ser y, de algún modo, cambiaría mi vida para mejor, o al menos eso me decía a mi mismo. Ya la simple búsqueda era algo que llenaba mi espíritu, pero aún así no podía esperar para llegar a destino.

Fue en un seco día de verano cuando divisé cierta cadena montañosa, la que me hubiese dificultado tremendamente el paso a no ser por un camino de tierra que a cierta distancia podía apenas vislumbrarse. La zona era desértica y algunos días antes hubo una tormenta de arena que dejó toda la superficie cubierta de un uniforme color rojizo, pero aún así, y con dificultad relativamente escasa, pude hallar el camino, el que conducía a una quebrada no muy elevada. Impulsado por mis piernas infatigables, continué por allí mi caminar.

El sendero serpenteaba con relativa soltura por entre los riscos y los collados de las antiguas montañas, salvo en algunos sitios en que el camino se me hizo algo más accidentado por las zarzas de espinos, las rocas derrumbadas o por los vericuetos que milenios de movimientos geológicos me pusieron como obstáculos. 

Una hora de caminata me tomó recorrer la quebrada y al salir de la cadena montañosa pude ver perfilados ante mí, en primer plano, un valle y más allá una ciudad. Pero fue lo que vi aún más allá, perdiéndose en el horizonte, lo que me dejó completamente embotado. Era una visión magnífica, gigantesca e improbable.
Parecía ser algo de otro mundo. A la distancia que me separaba de la visión pude sólo figurármela como un lienzo gigantesco que, ondeado por el viento, parecía extenderse al infinito. Era de un color azul oscuro que contrastaba bellamente con la tonalidad celeste del cielo. Su textura parecía metálica y en un principio así la consideré, ya que el sonido que producía era único, como el de una infinidad de trastos metálicos cayendo continuamente al suelo. Ese trepidar ruidoso tenía, sin embargo, un efecto sedante sobre mi persona.

Era ciertamente un prodigio ¿De la naturaleza? Podía ser producto del ingenio de una sociedad humana o alienígena, o bien hecha por seres de un futuro muy lejano, o una aparición sobrenatural o, asimismo, un artefacto de inspiración divina. Tremendamente impresionado estaba, contemplando el misterio desde las alturas de la cadena. Mas no estuve así por un largo rato. Algo en la visión me llamaba y, obedientemente, me dirigí hacia ella.

Bajando hacia el valle di con una carretera pavimentada en la que los autos habían dejado de pasar mucho tiempo ha, según colegí de su condición descuidada, llena de agujeros, grietas y accidentes. Después de unas horas más de caminata pude divisar a mi izquierda una bencinera desamparada cuyo servicio de comidas había sido presa del bandidaje. Allí vi una mesa con su silla que no fueron del interés de los vándalos. Sentado en una cuneta, hice una fogata con las ramas secas que hallé y me preparé una merienda.   

Me abastecí también de agua, que por fortuna aún llegaba a través de las viejas cañerías. Durante la merienda me dispuse a meditar. Pensé en un principio que la ciudad había sido víctima del mismo bandidaje que dejó en desorden al servicio de comidas, pero después me asaltó otro pensamiento, aún más inquietante, y era que los vándalos pudiesen haber provenido desde la misma ciudad.

De cualquier manera estaba dispuesto a correr el riesgo. Después de todo, reflexiones de este tipo no pueden nunca de entrada considerarse ciertas, porque de ser así nada en este mundo se podría hacer. Y estaba, además, armado con mi corvo, sabía andar con sigilo y precaución, podía correr a lo que las piernas de un muchacho normalmente daban y estaba también lo suficientemente abastecido.

Después de terminar de comer me dirigí a la ciudad. Eran casi las tres de la tarde cuando entré en el perímetro delimitado por unas casas que parecían ser parte de un suburbio acomodado. Los hogares eran bonitos, como cabía de esperarse, pero todo estaba descuidado. En algunas casas las tejas se habían desprendido y yacían quebradas en el suelo. Los jardines estaban todos llenos de maleza. Algunos vidrios de las ventanas estaban trisados y otros partidos por completo o con agujeros. La casa que vi en las peores condiciones de todo aquel conjunto había sido devastada por un incendio. Después de caminar por un buen rato me pude dar cuenta de que la ciudad estaba completamente abandonada por sus habitantes. Caminé con precaución. Aún podía encontrarme con algún tipo peligroso y, en el peor de los casos, con un grupo armado.  La alimentación era la menor de mis preocupaciones. Fue en cerros como los que veía a los alrededores donde el Escanio me enseñó a buscar y matar conejos para el sustento.

Seguí caminando. La ciudad no era tan grande como yo lo esperé y en cuestión de un rato estaba en una zona que en otros tiempos había sido turística. Había hoteles, cabañas y viejas discoteques con tablas clavadas en los huecos donde antes hubo ventanas. Hasta el momento no había visto ni una persona, lo que calmó mis preocupaciones, aunque, por otro lado, un alma caritativa no hubiese estado de más en tan profunda soledad.

Ni siquiera encontré perros, lo que era ya algo raro, pero sí había muchos pájaros. Veía a algunos pequeñitos gorjear alegremente, apoyados en viejos cables de electricidad o sino sobre alguna muralla arruinada. Mirando al cielo vi también a sus primas, las blancas gaviotas de negras alas y dorado pico que, planeando sobre el aire, luchaban contra el viento.

Me seguí aproximando a la monumental estructura, que en momento dado me hizo hasta olvidar la ciudad y sus peligros potenciales. Lo que me tuvo receloso y hasta asustado después de darme cuenta de que me hallaba en una ciudad completamente abandonada y, por tanto, segura, fue el viejo miedo a lo desconocido, lo que a ratos me tornó en un niño tímido e inseguro. El objeto era imponente, majestuoso y su tamaño megalítico despertaba en mí el miedo visceral a lo inhumanamente inmenso, y su constante trepidar de objetos metálicos no me daba mayor seguridad. Pero me llamaba, y eso fue lo que hizo que me acercara más y más, procurando al mismo tiempo dominar mi ansiedad.

Descendiendo por una calle amplia di con una callejuela que conducía a la dirección que me interesaba. Esta callejuela estaba flanqueada por casas, no habiendo al frente ya más obstáculos a la vista, por lo que pude ver el enigmático objeto en mayor detalle. Acercándome más di con una escalinata.
Mientras bajaba por ella caí en la cuenta de que sobre la estructura había objetos más pequeños de color oscuro. Estos no parecían flotar o ceder ante el movimiento persistente del objeto ¿Por qué no se movían? El peso de la gigantesca masa debía empujarlos de acá para allá como migajas de pan sobre una sábana en ondulación. ¿Sería que los objetos descansaban sobre agujeros hechos en el metal? Los observé con mucha atención mientras bajaba por la escalinata.

El último peldaño me condujo a una vereda que colindaba con la calle. Atravesándola daría con otra vereda, después con una subida, algunos metros de construcción elevada y, por último, con una barandilla de metal. Mi búsqueda había terminado.

Me apoyé en la barandilla y miré el lienzo a lo largo y ancho. Por sus rompimientos en la costa pude apercibir que su composición era líquida, no metálica. Los objetos que vi mientras bajaba por la escalinata eran rocas que perturbaban la uniformidad de la gran masa de agua, como islotes que debían de ser tan eternos como el océano que se mostraba ante mí. Lo observé durante unos minutos y en eso fue de a poco disipándose el temor hasta que se desvaneció completamente.

Me di cuenta de otra escalinata por la que bajé, conduciéndome hasta la playa. Allí me senté sobre la arena y contemplé durante horas el magnífico prodigio. Cada detalle que observaba me dejaba aún más sorprendido. El líquido que rompía con increíble fuerza sobre las rocas para luego frenar apaciblemente al contacto de las partículas de arena; las gaviotas que miraba sobre mí y que luchaban con el viento que el océano les arrojaba, pero que las aves siempre cercanas a él parecían venerar como los musulmanes dirigen su mirada a la ciudad sagrada en adoración; la vastedad aparentemente ilimitada del acuoso elemento; esa manifestación de ímpetu destructivo y conservador a la vez.

Abandoné la ciudad en cuanto me encontré aburrido de ella y durante toda mi vida seguí recorriendo el mundo y viviendo muchas aventuras. Volví a la Ciudad de las Palomas, la que encontré derruida y con sus habitantes viviendo en un estado primitivo de desarrollo, habiendo perdido toda cultura y ganas de luchar por la vida. Seguí mi camino, salí del país y conocí a muchas personas, naciones y artefactos de la más variada especie y carácter.

Y, sin embargo, de cuando en cuando me aburría de la agitación y volvía a encaminar mis pasos hacia el océano. En el transcurrir de una existencia tan emocionante, llevada en asombrosos descubrimientos y eternas caminatas, mis cabellos se aceraron y mis ojos fueron perdiendo poco a poco la nítida percepción de los objetos del mundo. En algún momento tomé conciencia de que me estaba volviendo viejo, pero aún teniendo la certeza de que me quedaban pocos años de vida no cabía duda en mí, al contemplar el azul, vasto y brillante océano, de que los próximos milenios serían sólo míos.

Porque al conocer el océano, conocí también el infinito.

 © Felipe Serra

3 comentarios:

  1. Felipe, ¡qué talentoso eres amigo mío!. Me siento alegre de conocerte y compartir la tierra que nos ha visto nacer y crecer. De verdad, me siento muy orgullosa de conocerte.
    Un abrazo.

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  2. Contundente! es lo más sencillo que te puedo decir, amigo mío!
    Mucha sabiduría, observación y una prosa impecable.
    Te felicito Felipe, te felicito de corazón
    Me ha encantado esta estupenda narración, plena de detalles y experiencias.
    Un lujo
    Un abrazo inmenso
    Maffi

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  3. Muchas gracias, Tatiana y Maffy...de verdad que todo comentario positivo me sirve de mucho, sobre todo viniendo de ustedes. De nuevo, gracias.

    Felipe.

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